He perdido la cuenta de las ocasiones que he visto “El último tango en París” (1972), obra del controvertido cineasta italiano Bernardo Bertolucci, quien nos dejó el 2018.
Al recordarla pienso en mis películas favoritas de su protagonista, Marlon Brando, por ejemplo, “La ley del silencio” (1956), con la que ganó su primer Oscar a Mejor Actor.
La aclamada “Un tranvía llamado deseo” (1954); la polémica “Sayonara” (1957); la demencial “Apocalipsis ahora” (1978) y “El padrino” (1972) en que obtuvo el segundo Oscar a Mejor Actor.
Insuperable
Sin embargo, en “El último tango en París” el actor sobrepasó todas mis expectativas, con una interpretación sin precedentes en que termina siendo él mismo, asociando algunas escenas a episodios de su vida personal traspasando la fantasía.
Brando se convierte en el sostén del relato, y cuando éste no aparece en pantalla todo es absurdo, y la cinta camina rumbo al precipicio.
Durante días algunas escenas me dieron vuelta en la cabeza, las revisé de nuevo para cerciorarme que no había sido casualidad la genialidad del artista.
Para muestra un botón el monólogo de Paul junto a su difunta esposa Rosa, con una increíble capacidad de improvisación. “Puedo entender los secretos del universo, pero nunca entenderé la verdad sobre ti, nunca”, expresa junto al cadáver de su amada.
Choque generacional
El argumento es el choque de generaciones incompatibles, su título la catapulta: la última caricia, un último beso, una última lágrima, la última cita, un último tango y luego corremos hacia el final del túnel.
Un departamento en la ciudad de la Torre Eiffel es el epicentro de encuentros anónimos, entre una joven, de 20 años, de la burguesía francesa, “Jane” (María Schneider), y un americano cuarentón, un hombre triste y confundido, “Paul” (Brando).
Jane vive con los recuerdos de su niñez en la casa de su padre, ex militar conservador; y Paul está atormentado por el suicidio de su esposa.
Corazones solitarios
Bertolucci muestra el vacío de estos corazones solitarios en un ambiente melancólico, con una opaca Ciudad luz, notable fotografía de Vittorio Storaro, quien construye una lúgubre y triste París como nunca la observé en pantalla.
Mención especial la banda sonora de Gato Barbieri, y ese inolvidable sonido de saxofón, compañero ideal de estos encuentros clandestinos en la ciudad del amor en que a veces los nombres no importan.
Así la pasión se apodera de los protagonistas, fieles representantes de la revolución sexual de los setenta. Nacía el mito de “La mantequilla”, de lo cual se sigue hablando hasta hoy con polémicas y versiones no aclaradas del todo.
Por Andrés Forcelledo Parada.-