
Los elogios que ha recibido Hereditary (Ari Aster, 2018) -traducida de manera lamentable como El legado del diablo- han sido unánimes y entusiastas. Desde su estreno en el festival de Sundance, la cinta ha llegado a ser aclamada como un nuevo clásico e incluso como la película más aterradora de la historia. ¿Exageraciones? No lo sé, pero ciertamente Hereditary es una obra importante, difícil de quitarse de la retina y de la cabeza, una película que da un giro a los clichés del terror y los mezcla con un drama familiar tanto o más aterrador que el trasfondo demoniaco que se mueve por debajo de los personajes durante gran parte del metraje, antes de tomar el control de ellos, de la pantalla y de los espectadores.
La película parte con el obituario -buena manera de comenzar una película de terror, ¿no?- de la abuela y matriarca de una familia compuesta por la madre Annie (la increíble Toni Collette), el padre (Gabriel Byrne), un hijo adolescente (Alex Wolff) y una hija pequeña, Charlie (Milly Shapiro). Tras el fallecimiento de la abuela comenzaremos a conocer el pasado de la familia, y la extraña y conflictiva relación que mantenía esta mujer con su hija Annie y su nieta Charlie.
En una de las primeras secuencias posteriores al entierro, Annie ve a su madre muerta en un rincón de la casa, pero al encender la luz ya no está ahí: más que un recurso común del terror para generar un salto en la butaca, esta aparición pareciera tener su razón de ser en advertirnos que algo no está bien, que la muerte de la abuela no será tan simple de dejar atrás, lo cual comprobamos pocos minutos más adelante, cuando la pequeña Charlie también siente su presencia. Pero, cuando la película parece apuntar hacia la típica historia de fantasmas y presencias, viene el trágico “accidente” donde la pequeña Charlie pierde la vida y todo se complica. Otra vez.
Lo que sigue es una incómoda e inquietante serie de escenas donde vamos reconstruyendo el pasado doloroso de la familia, donde algo parece no cuadrar, no encajar. De paso, también vamos viendo el desmoronamiento cada integrante, donde el rencor, la culpa y el duelo tornan la atmósfera casi irrespirable, coronada por la escena donde esta familia destrozada nos invita a sentarnos a su mesa y acompañarlos en una cena donde la madre Annie tendrá una catarsis de emociones de la que, de cierta forma, no regresará.
Pero, mientras vamos entrando en el drama humano de una familia golpeada por el dolor de la muerte repentina de la menor -lo que nos recuerda a Pet Sematary, tanto por la muerte en la carretera, como por el derrumbe de la estabilidad y cordura del núcleo familiar producto de este duelo inesperado-, comienzan a tomar importancia ciertos elementos que en primera instancia no parecían tenerla, como el símbolo en el collar de la abuela (en el que Charlie se fija en su funeral) y que es el mismo símbolo que está tallado en el poste donde la misma niña se estrellará más tarde, o la llamada telefónica que recibe el padre y que le pone al tanto de la usurpación del cadáver de la abuela desde el cementerio. No sabemos qué está ocurriendo, pero sabemos que es algo incómodo y escalofriante. Sí, sabemos que nos estamos dirigiendo hacia el horror, pero ya no tenemos voluntad para levantarnos de la silla.
Peter, el hijo adolescente, se va transformando poco a poco en un nuevo punto de atención. Su cuerpo comienza a notar ciertas influencias externas y que no puede evitar. Y esta se vuelve una constante de aquí en adelante, el saber que hemos tomado un tren que va directo al barranco, que no hay nada que se pueda hacer para evitarlo, tal como las tragedias griegas, donde el linaje muchas veces condenaban a sus protagonistas al peor de los finales. Cada elemento parece estar ubicado ahí por alguna fuerza exterior para que los personajes sigan su rastro, como los rayados en los muros de la casa, las miradas de extraños en la calle, la insistencia de la madre en enviar a Charlie a la fiesta con Peter y el animal en la carretera que termina por provocar el accidente que, dicho sea de paso, es una de las escenas más impactantes y representativas de la película.
Es el último tramo de la película en donde descubrimos que, efectivamente, todo estaba calculado, que cada movimiento estaba diseñado, que la abuela no era una simple mujer mayor con ciertos desequilibrios, sino algo mucho más grande y siniestro. Que no fue casualidad (ni esquizofrenia) que el hermano de Annie se haya ahorcado a la edad de dieciséis años, dejando una nota de suicidio diciendo que su madre había intentado meter a personas dentro de él. Nos enteramos de que todo el tiempo hubo dos historias: la que pudimos ver y sufrir durante toda la película, y otra historia que se movía atrás del telón, fuera de nuestra vista, pero que iba dejando pistas desde el comienzo, como infiltrándose en una realidad donde los personajes no son más que simples marionetas destinadas a la perdición. El mismo director Ari Aster -que también es el guionista-, señaló en una entrevista: “Es una película sobre la herencia, sobre el concepto de no poder elegir a los miembros de la familia ni la sangre de cada uno (…) Habla del horror de nacer en una situación sobre la que no tienes ningún tipo de control. No se me ocurre nada más terrible que la noción de estar absolutamente indefenso”.
Hereditary no es una cinta que rehúya de los recursos clásicos del terror, pues los hay, pero pareciera que cada uno de ellos tuviera un leve desvío de su trayectoria tradicional, lo que en suma nos logra llevar al horror por caminos distintos a los que el cine de género acostumbra a entregar en bandeja a un público que, de tanta falta de riesgo de los realizadores, se fue tornando cómodo y poco exigente. Heredera sin complejos de la influencia de obras como Don’t look now (Nicolas Roeg, 1973) y, de manera más evidente, de Rosemary’s baby (Roman Polansky, 1968), Hereditary es capaz de sostenerse con sus propias piernas y entrar de lleno en cualquier lista de recomendaciones sobre el género. Si se transforma o no en un clásico, o si es la película más aterradora de la historia, son temas que no importan demasiado. Lo importante es que, tras digerir esta cinta y otras como The Witch (Robert Eggers, 2015), queda la sensación de que el cine de género, y especialmente el del terror, no se encuentran agotados, sino que, con talento y atrevimiento, aún se pueden lograr nuevas formas de explotar esa vieja y primitiva sensación humana: el miedo.