“Frankenstein”. Solo mencionar esta palabra trae a la cabeza la imagen de un monstruo alto, verduzco, torpe y criminal; una imagen anclada en la cultura popular y que ha dado a cientos de versiones y reescrituras desde el cine, el teatro, el cómic, la música y la misma literatura. El hecho de que Frankenstein sea originalmente una novela publicada hace más de doscientos años, y que su título haga alusión al nombre del científico que creó al monstruo y no al monstruo mismo, son aspectos que la mayoría desconoce, pero que no le quitan por ello mérito y fuerza a la obra original de Mary Shelley.
Shelley, nacida bajo el nombre de Mary Wollstonecraft Godwin, fue una escritora inglesa nacida en 1797, autora de una impresionante obra que incluye varias novelas, cuentos, libros de viajes y artículos biográficos, aunque, por supuesto, es recordada por Frankenstein o El Moderno Prometeo, publicada por primera vez en 1818, si bien la primera edición no venía firmada con su nombre, pues, al ser mujer, sufrió de la discriminación de editores y de un círculo intelectual que se negaba a tomarla en serio (incluso muchos asumieron que el autor era Percy Shelley, de quien tomó el apellido al casarse). Desde aquellos años, el libro tuvo un éxito arrollador, perfilándose como un clásico de la literatura universal, además de transformarse con el tiempo, y sobre todo con la irrupción del cine y la televisión, en un referente mucho más allá de los alcances de la obra literaria original: Frankenstein se transformó en un objeto de cultura popular, un concepto con vida propia, en un mito.
La historia es conocida: un científico obsesionado con dar vida de manera artificial a los muertos, “construye” un ser, una criatura, en base a partes de cadáveres y, tras meses de experimentos, consigue su objetivo. La euforia inicial se transforma en horror cuando ve moverse al ser que acaba de crear -monstruoso, antinatural- y lo abandona. La criatura vaga confundida, y comienza a dar muestras de una natural tendencia humana a buscar compañía, buscar insertarse en la sociedad. Pronto aprende a hablar y a leer, intenta ayudar a la gente y hacer amistades, pero todos huyen o lo agreden no bien se les acerca. Provoca horror, asco. Al sentirse rechazado tanto por su creador como por la sociedad, presiona al doctor Frankenstein para que cree a una compañera, a otro ser que lo acompañe en su destierro. El doctor, avergonzado y arrepentido de su obra, se niega, lo que desata la cruel venganza de la criatura. Una historia que no por conocida ha perdido interés. Es más, hace un par de años, con el aniversario número doscientos de la primera publicación de la novela, se reeditó en casi todas las lenguas, muchas de ellas en hermosas versiones ilustradas y anotadas, se celebraron congresos, se hicieron exposiciones, se revisitó el catálogo cinematográfico, etc.
La vigencia de Frankenstein suele atribuirse al cuestionamiento a los límites éticos de la ciencia, lo peligroso de jugar a ser “dios” y exceder los términos de la naturaleza. Ciertamente este es uno de los tópicos más importantes de la novela y del mito Frankenstein. Es así desde el título secundario de la edición original: El moderno Prometeo hace referencia al mito de Prometeo, quien, al darle el fuego a los humanos, desafiando los designios de los dioses, obtuvo el peor castigo imaginable. Al doctor Frankenstein le ocurre algo similar, pero esta vez no son los dioses quienes lo castigan, sino su propia creación.
Pienso, sin embargo, que la pregunta por la ciencia no es suficiente para sostener la vigencia absoluta de la obra. Más bien, creo que la fantástica capacidad de generar nuevos significados sociales y políticos es lo que ha hecho de esta obra un clásico imperecedero. El monstruo que se vuelve contra su creador va mucho más allá de la lección moralizante o de advertencia a la ciencia que se obtiene en una primera lectura; esta advertencia se puede ir actualizando, por ejemplo, hacia la tecnología y la inteligencia artificial. La literatura y el cine han abordado esta temática en numerosas ocasiones, como en la novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de Robert Louis Stevenson, adaptada varias veces al cine; el cuento La mosca, de George Langelaan, adaptado al cine en 1958 y en 1986; o la novela Jurassic Park, de Michael Crichton, también adaptada al cine con un éxito rotundo.
Pero los significados no solo alcanzan a referencias obvias como estas, sino también al monstruo como símbolo de lo marginal, de lo que es desplazado por el orden cultural oficial, pero que, por su misma relación de espejo invertido, se convierte en el cuervo que acecha eternamente con sacarle los ojos a su creador, es decir, a la sociedad misma. La literatura y el cine han abordado esta metáfora desde diversos ángulos, logrando muchas veces éxitos rotundos. Por ejemplo, la versión de Todd Philips de Joker (2019), protagonizada por Joaquin Phoenix. La película logró críticas excelentes, basadas en lo bien que representaba a la sociedad actual, en lo original que era su enfoque. Pero, lo cierto es que Joker es otra reescritura del mito Frankenstein. Así como el científico (representante de toda una época) rechaza y abandona al monstruo -precisamente por su condición monstruosa-, también lo rechaza la sociedad. Y ese rechazo lo obliga al destierro, a la marginalidad, hasta que ataca a su creador en busca de venganza. Lo mismo ocurre en Joker, donde nos muestran (explícitamente, rozando lo majadero) a un personaje que se vuelve contra la sociedad que lo ha rechazado. “¿Qué es lo que obtienes cuando te cruzas con un solitario enfermo mental en una sociedad que lo abandona y lo trata como basura?”, dice el protagonista, remarcando el leitmotiv de la película. Es imposible no recordar la novela, cuando el monstruo dice: “Mi maldad es consecuencia de mi desgracia, de mi infelicidad. ¿No comprendes que mi perversidad es producto del constante desprecio que me hacen todos? Mi mismo creador no dudaría ni un momento en destruirme. Reflexiona, pues. ¿Cómo puedo ser generoso con los demás si los demás se muestran implacables conmigo?”.
La génesis del criminal, en ambos casos, es explicada (¿y justificada?) por su condición marginal y monstruosa; un trasfondo que funciona bien cuando un autor busca que su público logre cuestionarse los límites de lo bueno y de lo malo, llegando incluso a sentir empatía por el criminal, tal como lo plantea el filósofo Fernando Savater en Malos y Malditos: “¿Puede alguien ser bueno cuando nadie te trata como a un semejante, cuando te toman por una caricatura horrible de un ser humano y no por un ser humano como los demás, cuando todo el que te mira siente un escalofrío o una invencible repugnancia? (…) A mí el monstruo de Frankenstein me produce más compasión que miedo. Y hasta me causa una cierta temblorosa simpatía”. Este tipo de comentarios es el mismo que leí una y otra vez acerca del Joker, un marginado, que suscitó la compasión y hasta la simpatía de miles de espectadores, a pesar de ser un asesino múltiple.El enfermo mental, representado por el Joker, reemplaza a la criatura del doctor Frankenstein, con quien comparte la categoría de monstruo en cuanto ser “anormal” (al decir de Foucault), que la sociedad rechaza e intenta esconder. Un monstruo de la sociedad que se vuelve contra ella con sed de venganza. Un símbolo de nuestros tiempos, sí, pero también desde que el ser humano comenzó a vivir en sociedades. Y eso es lo que hace de la obra de Mary Shelley un portento, un monumento artístico que, lejos de haber quedado estancado en viejos volúmenes amarillentos, pareciera tener vida propia, adquiriendo nuevos valores simbólicos y políticos en cada época.