Eyes without a face (Les yeux sans visage en francés original; Los ojos sin rostro en español) es una película anómala dentro de la tradición cinematográfica francesa, no muy cercana al género fantástico ni mucho menos al terror. Es anómala no solo por su condición insular en el cine francés de principios de los sesenta, sino también por ser una película que, tras haber sido mal criticada, casi echada al olvido, resucitó con una fuerza increíble para convertirse hoy en día en una las películas más valoradas del cine europeo del Siglo XX.
A finales de la década de los cincuenta, películas de terror británicas como La maldición de Frankenstein (1957) y Drácula (1958), ambas dirigidas por Terence Fisher, fueron populares entre el público y los cinéfilos franceses, pero sin llegar a levantar el entusiasmo de los cineastas, que veían este tipo de películas como un género menor, desprovisto de arte.
Aun así, el productor Jules Borkon decidió comprar los derechos de la novela homónima de Jean Redon y se la ofreció al director Georges Franju, uno de los fundadores de la Cinémathèque Française. Franju, quien había dirigido varios documentales breves y solo un largometraje, La tête contre les murs (1958), puso manos a la obra, apoyado por el maravilloso trabajo de fotografía de Eugen Schüfftan.
¿El resultado? Una obra siniestra y elegante a partes iguales, con una historia que toma una situación terrorífica para desplegar un abanico de imágenes sombrías y claustrofóbicas, trabajadas en un perfecto blanco y negro, mientras nos va contando una historia en donde el papel del monstruo se va trasladando de un personaje a otro.
¿Terror? Puede ser, por algo es catalogada habitualmente dentro del género; pero no estamos aquí ante una obra que recurra a elementos clichés ni al susto para impresionar. En esta película casi no hay sangre y de seguro no saltarás de la silla al verla, por algo el mismo director la definió como “una película de angustia, que es un estado de ánimo más tranquilo que el horror, más interno, más penetrante”. Eyes without a face es mucho más que una película de terror al uso; es una trama envolvente, misteriosa, que incluye códigos del género policial y del suspense, también del terror, pero con muchas capas que analizar al entrar en sus personajes y motivaciones.
Pero ¿de qué va Eyes without a face? Estamos en París. Fines de los años cincuenta. Blanco y negro. La película cuenta la historia de una joven llamada Christiane (interpretada por la maravillosa Edith Scob, más tarde habitual en el cine de Raúl Ruiz), cuya cara queda horriblemente desfigurada tras un accidente automovilístico. Su padre, un famoso cirujano plástico (Pierre Brasseur), hará todo lo posible para devolverle la belleza a su querida hija, que desde entonces oculta su rostro tras una inexpresiva máscara blanca que solo deja ver sus ojos. Ayudado por su asistente Louise (Alida Valli), el doctor secuestra a mujeres jóvenes y bellas con el objetivo de, literalmente, robarles el rostro.
Recordemos que esta película tiene sesenta años, cuando el trasplante facial no era más que ciencia ficción. Quizás por eso la icónica escena del trasplante hirió tantas sensibilidades en el público francés de la época. Claro, hoy esa escena, si bien sigue siendo inquietante, no provoca repulsión, es más, el efecto es tan evidente que puede resultar simpática. Pero por entonces no pensaron así. La revista Sight and Sound la calificó de “nauseabunda”, mientras que una crítica inglesa en The Spectator llegó a describirla como “la película más asquerosa que he visto desde que comencé como crítica de cine”.
A Estados Unidos llegó solo dos años más tarde, con tan mala prensa desde Francia, que fue estrenada solo en un cartel doble junto a una película de terror de serie B (The manster) y bajo el incomprensible título de The Horror Chamber of Dr. Faustus (La cámara de los horrores del Dr. Fausto). No fue hasta su reestreno en 1986, gracias a la retrospectiva sobre el director que organizó la Cinématheque Française (fundada por el propio Franju), que la película comenzó a ser valorada, con comentarios positivos que la elevaron a la altura de película de culto, influyendo en numerosos cineastas posteriores, llegando a homenajes explícitos, como en La piel que habito de Pedro Almodóvar, director que ha confesado siempre haber hecho esta película inspirado en Eyes without a face, lo cual resulta evidente al ver ambos filmes.
Una de las principales cualidades de esta película -además de la hermosa fotografía y la cuidada dirección- es el subtexto que se desliza bajo una trama que puede parecer simple. El cirujano, por un lado, es un claro heredero de la tradición del “científico loco”, pero muy lejos de representar los elementos que llegan a convertirlo en un personaje tipo; no hay risas macabras, ni probetas ni tubos de ensayo burbujeando, no hay hipérboles ni caricaturas. El científico es un hombre parco, frío y serio. Su obsesión va por dentro, y no tiene que ver con el éxito científico, mucho menos con mal por el mal, sino con reparar el rostro de su hija, que simboliza su trauma, su procesión interna. En este sentido, el cirujano se aleja incluso de la tradición del doctor Frankenstein, aunque es innegable la influencia.
Por otro lado, Christiane, la hija, representa en un inicio al monstruo, al objeto de experimentación por parte del cirujano/creador. Pero su monstruosidad es solo superficial. Su rostro -que no llegamos a ver de forma nítida en toda la película- es su dolor, su cruz y su horror. La máscara blanca inexpresiva, sin embargo, oculta esa monstruosidad, dejando a la vista solo un par de ojos que, desde la primera vez que podemos verlos, notamos que no hay maldad en ellos. Es una mirada suplicante, pero también inocente. En este sentido, pronto veremos que la máscara le resulta más útil al doctor que a su hija, en cuanto oculta su trauma y su culpa por el accidente. Pronto nos enteramos de que el médico es un ser capaz de cometer crímenes con tal de enmendar ese error que para él representa la deformidad.
El primer asesinato del médico tiene el objetivo de hacer pensar al mundo que su hija ha muerto y así no levantar sospechas. Y aquí nos damos cuenta, a partir de su sangre fría, que el monstruo en realidad es él. Su monstruosidad la lleva colgada en una máscara más horrible que la de su hija: su rostro real, el del asesino que encubre su actuar criminal tras una apariencia de hombre respetable, como si de una máscara se tratara. Es un ser capaz no solo de matar, sino de encerrar a su hija, robarle su identidad e incluso hacerla pasar por muerta, todo con tal de llevar adelante su obsesión. En este sentido, la película completa puede ser entendida como un siniestro juego de máscaras.
Son importantes los animales que el doctor tiene encerrados en una especie de bóveda o bodega. Hay perros y palomas blancas encerradas en jaulas. Esos animales podemos interpretarlos como símbolos del encierro que la misma Christiane está viviendo dentro de su casa, desprovista de lenguaje, de movilidad, de libertad. Por eso es importante la escena de la liberación de las palomas, pues ella misma se libera del perro guardián -vigilante por excelencia, representado por su padre-, aunque esa liberación no signifique volver a la sociedad, sino perderse en un bosque, tal como el narrador protagonista de El extraño de Lovecraft, que se resigna a su apariencia monstruosa y se impone un autoexilio eterno y solitario.
Mucho más se podría decir sobre esta película, desde su técnica visual hasta ciertos elementos que recupera del cine gótico. Incluso podríamos hablar del intertexto con la famosa canción homónima de Billy Idol que en su coro pronuncia el título original en francés de la película. Pero por ahora solo queda dejar la invitación para ver esta joya perdida del cine de terror. Una oda elegante y macabra a las relaciones humanas distorsionadas y al juego de lo monstruoso y lo superficial.