Son varios los asentamientos de areneros artesanales que ocuparon las riberas del río Maipo desde el 1900, algunos en Puente Alto, otros en Buin y también los de San Bernardo; todos compartieron una realidad, cambiaron la producción agrícola del campo por la de la cosechar materias primas para la construcción. Fueron parte del progreso de los mejores años urbanísticos de Santiago y la Región Metropolitana, ayudaron a levantar el país cuando se desmoronó entre cada terremoto y también recibieron la basura de ésta como un mal premio a su esfuerzo. El Cerrillo es la historia de un campamento y sus familias, un relato oral de los trabajadores de áridos que han vivido más allá del sur de San Bernardo, ahí, en el límite de lo administrativo y el desarrollo, en un lugar que habitan al lado de un empobrecido caudal, una zona de sacrificio que se resiste a morir, y que busca usar la reconversión del territorio como una salida al oficio extractivista.
El oficio del matarife era respetado. Lo hacían los hombres con habilidad y rapidez, cuentan los más antiguos del barrio. Con eso, garantizaban el sacrificio del animal y su procesamiento para conseguir la carne que llegaba a los platos de las familias. Seguir este oficio era el sueño de la infancia de Raúl Múñoz, quien se transformó en una especie de vocero al interior del matadero para hablar con la prensa sobre el oficio del matarife y del emblemático barrio del sur de la comuna de Santiago.
Una decisión inesperada llevó a la ex estudiante de diseño industrial a convertirse en una apasionada alfarera urbana en Maipú, dedicada por estos días a explorar y difundir la riqueza de la cerámica en la sociedad chilena de hoy.
Constructores y testigos del auge y el progreso de la región Metropolitana, los areneros del río Maipo son guardianes de una historia que se remonta hace casi 200 atrás, cuando la naciente república luchaba por afianzar sus dominios y construir la capital que sería el centro de su poder político y administrativo.