SANTIAGO.- 8 de marzo del 2020, otra jornada para el recuerdo. Levantarse y saber que era nuestro día, un día en el que por fin podríamos salir y sentirnos seguras, sin miedo a que nos griten cosas en la calle por cómo vestimos y sabiendo que, pasara lo que pasara, ahí estaríamos todas, para protegernos y cuidarnos. Era inevitable no sentir emoción, porque algo en mí decía que sería distinto. Esta vez haríamos historia.
Subirme al transporte público ya fue especial. No había sido testigo de una micro que estuviera solo repleta de mujeres, pero de mujeres libres, valientes, empoderadas y felices. Me sentía protegida, como nunca antes. Éramos miles las que nos dirigíamos hacia Plaza de la Dignidad (ex Plaza Baquedano), rumbo a la marcha para conmemorar el Día Internacional de La Mujer, que lo recuerda como uno de lucha y no de celebración.
Salí de Maipú y al llegar a Las Rejas no podía creer lo que sucedía. La entrada del Metro colapsó. Las calles estaban teñidas de verde y morado (colores que hacen referencia al aborto libre y al movimiento feminista, respectivamente). El recorrido fue hermoso. Los vagones colmados de mujeres; todas con un mismo objetivo: movilizarse por la igualdad de género y el fin a la violencia.
En el Metro Universidad Católica, todas nos bajamos. Era prácticamente imposible salir del lugar, pero al lograrlo y subir las escaleras, fui testigo del 8 de marzo más masivo de todos. Dos millones de mujeres se movilizaron solo en Santiago, según las cifras entregadas por la Coordinadora Feminista 8M, en comparación al año anterior, cuando fueron 400 mil.
“Te ves preciosa luchando por tus derechos”, “estar viva no debería ser un logro”, “mi cuerpo no pide tu opinión, déjame caminar tranquila”, eran solo algunas de las frases que se leían justo fuera del Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM).
Niñas, jóvenes y ancianas luchando por quienes ya no pueden alzar la voz y, por supuesto, por un futuro igualitario. Era difícil caminar por las calles de la Alameda, pero esta situación solo demostraba el día histórico del que fui partícipe.
Y aunque el caminar era lento, pude notar y enriquecerme de las diversas situaciones que ocurrían a mi alrededor. En un momento me percaté que una niña pequeña se extravió, y para que su madre la pudiese encontrar, más de mil mujeres se sentaron en la calle. Por más de 30 minutos la niña estuvo desaparecida, mientras las manifestantes que estaban en el lugar coreaban su nombre. Cuando finalmente apareció, muchas se abrazaron e incluso lloraron. La preocupación se hizo notar, pero en el fondo, sabían que estaba a salvo entre mujeres.
Mientras seguía el recorrido, leí carteles con los cuales me sentí totalmente identificada. Ahí entendí que todo este tiempo no fui solamente yo. No exageré al sentirme nerviosa cuando un hombre me rosaba en el Metro. No era la única que no se puso una prenda de vestir para evitar que gritaran algo. Somos millones las mujeres que, lamentablemente, sufrimos esto a diario, y eso se vio reflejado en las demandas de hoy.
Tras largas horas de caminata, pude llegar a mi casa. Pero tenía una sensación diferente.
Nunca más estaremos solas. Juntas, hoy y siempre.