Constructores y testigos del auge y el progreso de la región Metropolitana, los areneros del río Maipo son guardianes de una historia que se remonta hace casi 200 atrás, cuando la naciente república luchaba por afianzar sus dominios y construir la capital que sería el centro de su poder político y administrativo.
Todo el que se haya topado con ellos alguna vez en medio de su caminata, seguramente tendrá grabado ese armonioso estruendo, los ritmos alegres y la elegancia de sus movimientos, una felicidad inmensa que se transmite por medio de los elementos de su música, en una puesta en escena que todo chileno debería haber visto alguna vez en su vida: la magia de los chinchineros.
La lucha por preservar estos oficios no es solo un acto de resistencia, sino que también un llamado a reflexionar sobre el verdadero precio de la modernidad.
El oficio del matarife era respetado. Lo hacían los hombres con habilidad y rapidez, cuentan los más antiguos del barrio. Con eso, garantizaban el sacrificio del animal y su procesamiento para conseguir la carne que llegaba a los platos de las familias. Seguir este oficio era el sueño de la infancia de Raúl Múñoz, quien se transformó en una especie de vocero al interior del matadero para hablar con la prensa sobre el oficio del matarife y del emblemático barrio del sur de la comuna de Santiago.
Una decisión inesperada llevó a la ex estudiante de diseño industrial a convertirse en una apasionada alfarera urbana en Maipú, dedicada por estos días a explorar y difundir la riqueza de la cerámica en la sociedad chilena de hoy.