El silencio de la noche se interrumpe abruptamente por el sonido de tres disparos seguidos; hoy se decretó el primer toque de queda. Despego mi cabeza de la almohada y me acerco a la ventana. Mis ojos atentos observan por entre las cortinas, pero no logran divisar nada. Intento volver a dormir, pero entonces llega la angustia e inseguridad. En ese momento, donde el silencio vuelve a imperar incesantemente, recuerdo las palabras de mi madre. Palabras que por cierto ahora hacen más sentido que nunca.
Llegan a mi mente todas esas veces que me dijo “pero lo bueno es que eso ya pasó” o “qué bueno no tener que vivir eso nunca más” y realmente me estremezco. Esas memorias no deberían haber vuelto jamás. Aquellas experiencias deberían haber quedado lejos de quienes ya vivieron suficiente miedo hace 40 años. Qué difícil es ver como se retuerce el dedo sobre aquella herida que aún no sana.
Un día antes, el panorama mostrado por la televisión tiene un aire casi apocalíptico. Cansado de esa visión, decido salir a la calle y ver las cosas por mi cuenta. Un paradero lleno de gente da señales de que la “normalidad” está lejos de ser la tónica, las micros y autos brillan por su ausencia.
Entonces, las caras ansiosas apostadas en aquella parada de buses se tornan asustadas de repente, cuando una turba bota un semáforo en medio de Avenida Pajaritos. El estruendo aleja a algunos, pero también crea una audiencia. Los teléfonos se asoman por sobre las cabezas, mientras el fuego de la barricada, aún en génesis, reúne más y más personas.
Los minutos pasan y los gritos y el estallido colectivo se hace evidente. La multitud junto al fuego grita sobre injusticias sociales, emplazando a diferentes rostros de la política nacional. La llama que emana del semáforo, ahora acompañado de un par de señaléticas y cajas de cartón se aviva de pronto, efecto de la bencina, y con ella los estruendos enérgicos crecen más aún. Desde algún lado se escucha un grito y los aplausos estallan nuevamente con una energía impresionante.
Enseguida grito, grito fuerte, grito con la multitud y mi grito se pierde. Me sorprende esta rabia que siento, sé de dónde viene, pero no me había hecho consciente de todo el espacio que ocupaba dentro de mí. Grito de nuevo y me siento liberado, jamás había sentido tal catarsis. Justo en ese momento aparece una micro amarilla en medio de la calle, despertando la nostalgia de todos los presentes. Las barricadas se abren y, con una ovación unánime, la micro sacada como de otro tiempo pasa tocando su bocina, mientras una columna de humo sube tímidamente al cielo.