En una entrevista el director de cine y guionista norteamericano David Lynch, quien falleció recientemente a los 78 años, tras ser diagnosticado de un efisema pulmonar, señaló que le gustaban los filmes con un algo especial, pero “que se pueda ver más de una vez y siempre vuelve a ser un descubrimiento”.
Es un objetivo que el cineasta logró con creces en su propia obra; efectivamente sus admiradores volvemos a ver una y otra vez sus películas para resolver sus complejos enigmas o simplemente deleitarnos con sus bizarras imágenes con ese cine de autor que va franca extinción, creando un universo fascinante complejo de olvidar.
En sus historias los personajes de Lynch transitan por valles de sombra y muerte con el fin de encontrar un destello de luz al final del túnel. Recorren selvas espinosas y caminos pantanosos para ver si aún existe bondad en la humanidad.
De aquellos filmes el primero que disfruté fue “El hombre elefante” (1980), una impresionante incursión para sumergirme en el mundo de Lynch; luego vi su ópera prima, la bizarra “Cabeza borradora” (1976), comentar que fue una de las películas favoritas de otro grande del cine, Stanley Kubrick.
Luego llegué a la que considero su obra maestra de su exitosa filmografía “Terciopelo azul” (1986), una historia de conspiración de maldad que descubre un inocente joven en un apacible pueblo maderero de Estados Unidos.

Posteriormente pude visionar la exitosa serie de TV “Twin Peaks”, y aquella imborrable e incomparable trilogía onírica “Carretera perdida” (1997), “Mulholland Drive” (2006) e “Inland Empire” (2003) y otras.
En todas estas cintas están los elementos recurrentes de Lynch, esos sonidos envolventes y perturbadores, imágenes de pesadilla dirigidas a los deseos más reprimidos del ser humano. Con elementos surreales o siniestros en ambientes cotidianos y mundanos, con ese particular mundo irracional bañado de misterio o amenaza.

Por Andrés Forcelledo Parada.-